Beltrán no ha descansado bien. Había tenido fuertes pesadillas, sueños de oscuridad, sombras y miedo. Todavía ahora, al sol de la mañana, sentía la fría sensación de las tinieblas que le acechaban mientras dormía. Mientras escucha a Isabella -le cuesta pensar en ella como Anabel- hablar de los crímenes cometidos en Madrid y de las misteriosas desapariciones en Aranjuez, observa a la gente que pasea por los Jardines.
De repente, Isabella se calla. Él también lo nota, un frío malsano que parece emerger de las sombras, un silbido sutil. La luz del Sol parece palidecer, perder fuerza, mientras que las sombras de los puestos se hacen más intensas. A su alrededor, las personas que les rodean continúan con sus actividades cotidianas, sin notar absolutamente nada.
Necesitan encontrar rápidamente un lugar donde defenderse. Sin necesidad de palabras entre ellos, ambos se levantan, y Beltrán deja un par de billetes sobre la mesa. Las bebidas permanecen sin tocar. La zona turística no es segura, pero Isabella señala al otro lado del puente. Allí, entre los matorrales, fuera de la vista. Un buen lugar.
No tienen tiempo para preocuparse por lo que la gente pueda ver. Nada más llegar al puente, saltan a la orilla del río Tajo. Se internan entre la maleza de la orilla, mientras las sombras se espesaban a su alrededor. Beltrán se quita la chaqueta, la arroja al suelo. Se prepara para la
batalla. Isabella está justoa su espalda, algo a la izquierda. Como en los viejos tiempos. Frente a él, el Trémulo toma forma, arrebatando la luz, la calidez del día.
El último pensamiento de Beltrán antes de lanzarse al combate es que hay que ser un mago muy poderoso para controlar a un Trémulo sin necesidad de rituales.